Viajar se ha convertido en el motor y en el centro de mi vida y lo digo sin titubear. Ya no me interesan ni carros, ni casas, ni cuentas de banco. Ahora mis retos personales y proyectos de vida giran en torno a los viajes y de las experiencias que se fabrican en la carretera. Hoy por hoy y mirando mi pasado, recuerdo con nostalgia y alegría el camino que me ha enseñado a madurar mis anhelos y que me ha permitido conocer tantos lugares y personas en tan poco tiempo. Todos esos recuerdos me arrancan sonrisas, al mismo tiempo que hacen preguntarme sobre ese primer viaje detonador y sus benéficas consecuencias en mi presente.
Aprovecho un ratico en medio del jolgorio decembrino y de balances anuales, para darme a la difícil tarea de revolcar los recuerdos y de adentrarme en ese pasado a veces doloroso y a veces jocoso; intento buscar el momento clave en el que mi vida se echó sin remedio a la viajadera.
Los consejos del mar Atlántico de Santa Marta Colombia
Cierro los ojos y me esfuerzo para evocar los recuerdos de infancia. Mi memoria me lleva a la playa del Rodadero en la ciudad costera de Santa Marta en Colombia. En mi recuerdo tengo cuatro años y me encuentro sentado en la playa sobre una toalla verde de pescaditos. Estoy haciendo muecas infantiles mientras devoraba un mango verde con sal y limón. El hecho de acordarme hace que el olor a sal marina, a mariscos y a ceviche sea tan fuerte que me hacen salivar.
En medio de mis muecas veo a mi madre observar fijamente el mar infinito, como si le preguntara algo. Dicen que el mar es buen consejero. No podría decirles cuanto tiempo exacto transcurrió. Yo tuve el tiempo de comer la mitad de un mango. Ella se gira y nos mira con una sonrisa alentadora…como si tuviese la respuesta que tanto necesitaba.
El deceso de mi padre unos días antes cambiaría nuestra cotidianidad costeña y de paso el rumbo de nuestras vidas. Al parecer el mar Atlántico le había dicho a mi mamá de parar las lágrimas, de alejarse para siempre de la playa y del pasado vivido en Santa Marta. Ella acató sin reparo.
Mi primer viaje empezó en un bus Copetrán
Todo transcurrió muy rápido. En esa época no se acostumbraba por cuestiones de precio ir hasta la estación central de buses. Estábamos al borde de la carretera que llevaba de Santa Marta hasta la ciudad de Bucaramanga. Desde Bucaramanga tomaríamos otro bus que nos llevaría al poblado de Landazuri, nuestro destino final. Los pocos motetes que nos acompañaban nos servían de poltronas. El bus asomó, mi madre hizo seña con su brazo y el bus se detuvo en medio de una polvoreda. Solo subimos al bus después de dos minutos en los que mi mamá regateó con sonrisas el precio para un adulto y tres niños.
Con muchos puestos libres pudimos instalarnos libremente. Un bochorno asfixiante se sentía al interior. En ese entonces no había aire acondicionado, la solución era o abrir la ventana y comer polvo o morir ahogado en el bochorno. Yo comí polvo.
Acomodado en la ventanilla yo observaba las vacas que aparecían en el paisaje, sin tener consciencia del brusco cambio que significaba ese primer viaje.
El bus era un coche-cama de la compañía Copetrán, todo un emblema de la región nor-oriental de Colombia. Recuerdo que un fuerte olor a naftalina proveniente del sanitario invadía mis pulmones. La película de Rambo que se pasaba a todo volumen distraía mi tarea de contar vacas a través del vidrio. Sin saberlo previamente, tendría por 17 horas de viaje. Cuando me cansaba de contar animales exhalaba contra el vidrio de la ventana y dibujaba pescaditos.
Habían pasado cuatro horas y los pasajeros estaban pidiendo estirar las piernas, comer alguito e ir al sanitario. El bus desaceleró y se parqueó en frente del «Restaurante la Magdalena», un gran estadero a orillas de la carretera.
Una horda de vendedores ambulantes se agolpó alrededor del Copetrán, gritaban : gaseosa!, paletas!, pan de yucas!, rosquillas!, mani moto!. Bajamos del coche. Mi mamá llevaba con ella el fiambre dentro de una mochilita tejida de colores. Comimos bollo limpio (a base de maíz), huevos duros, arepa y pollo frito; todo acompañado de una bebida de fresco royal sabor a tutti fruti.
Cómo proyectar una nueva vida ?
Después del manjar mi madre empezó a hablarnos de la nueva vida que nos esperaba. Iríamos a casa de mi tío N, en un minúsculo poblado en el interior del país. Mamá nos decía que allí habrían muchos árboles de cacao, que el clima era frío y que el aire olía a guayabas. Nos habló del árbol gigante que se encontraba en la plaza principal del pueblo y de lo especiales que eran los días de mercado los domingos. Todo resultó siendo cierto.
Después solo recuerdo que cayó la noche y arrullados por la voz maternal y de su descripción del pueblo de Landazuri, la siesta se apoderó de nuestro tiempo.
Las consecuencias de mi primer viaje : una vida viajando
Es todo lo que pude recuperar de mis recuerdos de ese primer viaje. El ejercicio me ha servido de terapia confirmatoria de que la vida tiene tantos caminos como nosotros queramos. Desde entonces han pasado màs de treinta abriles. Y aunque me cueste recordar todos los periplos que me han construido como viajero; confirmo que mi proceso formador ha sido en gran parte gracias a las experiencias de viaje. Si de pequeño alguna vidente o adivina del futuro me hubiese dicho que iba a viajar tanto no le hubiese creído. Ahora siento que tengo la actitud de viaje que no piensa mil veces hacer las maletas y salir a descubrir nuevos horizontes.
Mi madre ha sido la promotora de mi vida errante y le agradezco desde el fondo de mi alma.
Ser un viajero empedernido suele ser mal visto, pues puede asimilarse como inestabilidad. Tal vez porque la educación en las escuelas modernas se ha empeñado en inculcarnos muchas cosas, salvo que viajar educa tanto e incluso más que algunas lecciones escolares.
Los viajes me han ofrecido tantos momentos, tantas personas y tantas imagenes; que han sido como bálsamo de alegría para cuando me tocan algunos días grises de lluvia. Viajar es algo que se aprende, se madura y que luego se instala a nuestra personalidad hasta convertirse en vital e imprescindible.